Terrible dilema. ¿Debe el cronista prestar más atención al público o al escenario en un concierto de Tokio Hotel? La chavalería agita unos canutillos de luces, revienta la batería de sus móviles y se desgañita hasta donde no alcanza a concebir ningún medidor de decibelios, pero -oh, sorpresa- apenas cubre la mitad del aforo en el Palacio de Deportes. Son 7.000 los adeptos a la causa de estos cuatro veinteañeros alemanes que les han instruido sobre cuán dramática puede ser la adolescencia. Desengaños, ligues volátiles, angustia existencial. Los de Magdeburgo se presentan en un escenario futurista, una jaula metálica de la que emerge un Bill Kaulitz espigadísimo, embutido en un mono muy ajustado de cuero negro, con micrófono a lo 007 y menos femenino que de costumbre: su estilista le ha retirado la laca. Nadie, en cualquier caso, tan deliciosamente andrógino desde que Boy George le tocaba las narices al thatcherismo con Culture Club.
La banda recorre todo su tercer disco, Humanoid, un tratado de punk ligero, inofensivo, para todos los públicos y sin efectos secundarios, a la manera de Green Day, Linkin Park o Sum 41. O sea: en esta vida sufres mucho, pero luego lo cuentas en Tuenti y te sirve de catarsis. Guay. Y, por lo menos, no atufa a Disney
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